Cuando el humo blanco comenzó a emerger de la sencilla pero ilustre chimenea del Vaticano, pocos alcanzaron a imaginar la sorpresa que se avecinaba.
Los vientos de cambio que habían comenzado a soplar con la renuncia de Benedicto XVI -primer Papa en tomar esa decisión en siete siglos-, continuaban haciéndose sentir: por vez primera el Sumo Pontífice no sería europeo, sino proveniente del Nuevo Mundo, más precisamente –como él mismo lo destacara en sus palabras inaugurales- del fin de ese mundo, por lo general olvidado por los grandes centros de poder del mundo desarrollado.
Al hacerlo, la Iglesia Católica estaba reconociendo una realidad: ese inmenso subcontinente poblado por seiscientos millones de almas, que es la América Latina, ha exhibido a lo largo de la historia –y exhibe a día de hoy- una enorme fe, de las que deberían mover montañas. Más de tres cuartas partes de sus pobladores se definen a sí mismos como católicos, y si a estos adicionamos aquellos que pertenecen a otras denominaciones cristianas, alcanzamos cerca del noventa por ciento.Si además consideramos los “hermanos mayores” -los de confesión judía-, y aun a aquellos que -sin hacerlo de manera demasiado precisa- se definen a sí mismos como “creyentes”, nos encontramos con el hecho de que alrededor del noventa y cinco por ciento de los latinoamericanos son personas de fe.
Sí, Latinoamérica es un territorio de la fe. La gente cree. Y esa fe, que debería mover montañas, a menudo no lo logra. Es cierto que hoy podemos exhibir una región donde la democracia se ha impuesto en casi todas las naciones, con excepción de Cuba. Y a pesar de que en algunos países se producen preocupantes amenazas a la libertad, si comparamos la realidad actual con la de los años setenta, mucho es lo que se ha avanzado. También es cierto que año tras año –aunque en dosis homeopáticas-, la pobreza parece ir disminuyendo. Sin embargo, cerca de doscientos millones de latinoamericanos todavía la siguen padeciendo.
Pero además, nuevos males –verdaderos flagelos, de terribles consecuencias- se abaten sobre nuestro continente. El narcotráfico -con su secuela de muertes violentas y de muertos en vida-, y el tráfico de personas -con destino a la prostitución y el trabajo esclavo-, son solo dos de ellos, aunque quizá los más lacerantes.
Y es por ello que la elección del nuevo Papa es una señal que no puede pasar desapercibida. Al hacerlo, no solo se reconoce la fe de un continente. También se valoran las actitudes de un ser humano. Las de Jorge Bergoglio, un hombre de carne y hueso, comprometido con estas batallas de difícil pronóstico que sacuden nuestros países.
Bergoglio se ha preocupado por la reinserción social de los delincuentes, en una región donde la inmensa mayoría de quienes comienzan a delinquir, luego lo siguen haciendo de por vida, siguiendo una escala de violencia y brutalidad creciente. También ha volcado sus energías en procura de cortar al menos algunos tentáculos de las tenebrosas redes del tráfico de personas. Cada poco tiempo se descubren, en pleno Buenos Aires, fábricas clandestinas que se nutren de trabajo esclavo. Seres humanos privados de su condición de tales, que venden su trabajo y su libertad a cambio de techo y comida.
Y todos los años “desaparecen” en la Argentina cientos de jóvenes muchachas, en su mayoría adolescentes. “Desaparecer”, por supuesto, es un eufemismo que encubre diversas modalidades de robarle la vida a una persona: la compra, la amenaza, el engaño y el secuestro. Las víctimas, en realidad, no desaparecen, porque ejercen la prostitución en lugares de acceso público. Pero se les cambia la identidad, se las rota en forma permanente de “lugar de trabajo” y se las mantiene alejadas de toda relación social mediante feroces castigos corporales. Si la chica no se doblega y acepta las “reglas del juego”, al tiempo aparece tirada en alguna cuneta o en algún baldío. Para las mafias de la trata de personas la vida carece de todo valor.
Contra ese flagelo se ha rebelado Jorge Bergoglio, así como otras autoridades de la Iglesia Católica. Entre ellos, el ex obispo de Río Gallegos Juan Carlos Romanín. Hasta que el año pasado debió dejar su diócesis, víctima del fuerte desgaste emocional producido por las frecuentes presiones y amenazas. He podido hablar con varios de su colaboradores, así como con su sucesor Monseñor D’Annibale, al igual que con varias personas que no profesan la fe católica –tanto en Buenos Aires como en Santa Cruz-, y todos coinciden en que la obra de Romanín (que obtuvo varios sucesos, como el desmantelamiento delcomplejo de más de treinta lupanares de Río Gallegos conocido como Las Casitas –el cual ostentaba el triste record de ser la zona roja más austral del mundo, a un paso de la Antártida), fue posible gracias a su compromiso inquebrantable, pero también debido al respaldo del Arzobispo Bergoglio.
Nos gustaría poder decir que ese compromiso de Bergoglio con quienes padecen la pobreza, sufren las terribles secuelas del narcotráfico y la drogadicción, o han caído en las inhumanas redes del tráfico de personas, contó con un amplio respaldo de las autoridades. No podemos hacerlo. Porque sucede que estos hombres independientes y comprometidos, exigentes con sí mismos, pero también exigentes con los demás, a veces resultan un tanto incómodos para los gobernantes. Esto también engrandece su figura. Nunca buscó el halago fácil proveniente de las cálidas alturas del poder. Más bien prefirió la intemperie a la que a veces lo condenaba la fidelidad con sus valores.
Por ello, quienes tampoco hemos perdido la fe en el destino de nuestros países del sur americano, vemos en la elección del Papa Francisco una señal de nuevos tiempos por venir. Tiempos en los que la lucha por los derechos humanos de nuestros compatriotas, con la fuerza que otorga la fe, pueda alcanzar logros que quizá hoy no seamos siquiera capaces de imaginar.
Un tiempo en que la fe mueva montañas.
Aun las altas cordilleras de dolor e injusticia que todavía atraviesan América Latina.
Ruperto Long
Artículo publicado en la revista Diplomacia Internacional