En la sede de la Asociación de Ingenieros del Uruguay, Ruperto Long se reunió el pasado mes de diciembre con la Directiva de la institución, la que el 23 de noviembre de 2012 le había concedido (en ausencia) el Premio de «Ingeniero del Año 2012». La distinción había sido recibida por su esposa, la Ing. Susana Galli, quien leyó el discurso escrito por Long para la ocasión.
Texto del discurso
Estimados amigas y amigos de la Asociación de Ingenieros del Uruguay,
Haber abrazado de joven la profesión más hermosa de todas, y haberla ejercido con pasión durante más de tres décadas, le depara a uno numerosas alegrías. Pocas, sin embargo, son tan gratificantes –y tan difíciles de obtener- como el reconocimiento de los colegas.
Por ello, para mí, esta es una noche muy especial. Reciban, por tanto, desde Guadalajara -ciudad natal del formidable ingeniero Luis Barragán- un agradecido y emocionado abrazo.
Nunca tuve dudas, de adolescente, acerca del oficio que me gustaría ejercer. Aunque debo decir que a la temprana edad a la cual nos vemos obligados a adoptar decisión tan trascendente para nuestras vidas, solo tenía una vaga idea de lo que esto significaba. Sin embargo, poco después, promediando la carrera, cuando tuve la oportunidad de trabajar en el Puente General San Martín y otras obras de infraestructura -por supuesto que en un modesto rol de ayudante-, bajo la dirección de mi gran Maestro Alberto Ponce Delgado –a través de quien expreso mi agradecimiento a todos los docentes y colegas que generosamente compartieron sus conocimientos conmigo-, mi enamoramiento de la ingeniería resultó total. Y en particular, mi amor por la ingeniería de puentes, mi primera y verdadera pasión (además de Susana, que se debe estar sonrojando al tener que leer estas líneas en público).
Esta maravillosa profesión, entre otras virtudes, nos permite aportar nuestro grano de arena a la construcción de una sociedad mejor todos los días. Lo que pueden parecer decisiones rutinarias –el proyecto de mejoramiento de una ruta, una decisión vinculada a la generación energética o a la implantación de un nuevo sistema informático en la organización donde trabajamos, por ejemplo-, son decisiones que afectan a numerosas personas y por largos períodos de tiempo. Una decisión sabia puede alterar para bien la calidad de vida de muchos compatriotas. Y esa posibilidad, que se presenta en pocas profesiones, es a la vez un privilegio y una responsabilidad.
Mas no somos solamente ingenieros. Por sobre todas las cosas, somos ciudadanos, integrantes de una sociedad poblada de claroscuros y con desafíos que van más allá de nuestra profesión.
Por ello permítanme decirles, apoyándome en mi experiencia en el campo de la vida pública, así como en el marco de las organizaciones de la sociedad civil, que los ingenieros tenemos mucho para aportar a la sociedad. Y debemos hacerlo. Esta no es una opción: es un deber ineludible, si queremos vivir en una sociedad a la altura de nuestras expectativas.
Por supuesto que, como decía don Miguel de Unamuno, la humanidad no se concreta a España, pero mi deber es servirla en España. Es decir: lo primero es ser buenos ingenieros, técnica y éticamente, cumplir a cabalidad con el compromiso que hemos asumido.
Sin embargo, dicho esto, a renglón seguido afirmo que hay ciertas cualidades de nuestra profesión que se necesitan –casi diría que con desesperación- en la sociedad que nos toca vivir. A vía de ejemplo: la capacidad de organizar (en instituciones públicas y privadas cada día más complejas), la vocación por ejecutar, construir, ver resultados (en una sociedad demasiado afecta a los diagnósticos y los discursos, y corta a la hora de las concreciones), o el entusiasmo por la innovación (en una nación demasiado estática frente al vértigo de los cambios mundiales). A propósito de esto último: los ingenieros siempre estamos innovando: ya sea un aporte de significación o la simple solución de un problema técnico cotidiano que se nos ha planteado, siempre –aunque sea de manera infinitesimal-, algo nuevo estamos aportando.
En definitiva, ya sea en el ejercicio de nuestra profesión o volcándonos al servicio de la sociedad –mi sugerencia es que recorramos ambos caminos-, nuestra vida de ingenieras e ingenieros es un desafío único, que se renueva todos los días. Una vocación que debemos sembrar, para que cada día más jóvenes y adolescentes abracen esta carrera, porque es una hermosa profesión y porque nuestra sociedad lo necesita.
Una vocación que no es el camino más transitado. Pero que cuando miramos hacia atrás las leguas recorridas, como lo hago yo esta noche –con agradecimiento y con emoción-, permite hacer propias las palabras del poeta Robert Frost: dos caminos se bifurcaban en un bosque y yo… yo elegí el menos transitado, y eso ha hecho toda la diferencia.
Muchas gracias.